Llevábamos
muchos kilómetros circulando por
carreteras desconocidas, y ya hacía bastantes horas que la luz solar se nos
había ido tras el horizonte. Por suerte bajó un poco la temperatura, y con las
ventanas abiertas del vehículo se nos hacía un poco más llevadero el calor
sofocante, pero el cansancio empezaba a notarse, y sólo deseábamos encontrar un
lugar donde poder dormir, por lo que decidimos parar en el primer lugar ya fuera un hotel, mesón, albergue, nos daba igual la categoría,
necesitábamos una cama para descansar los huesos, y una oscuridad para desviar
la mirada de la carretera. Sólo eso.
A lo lejos vimos un neón rojo y azul que nos
hacía guiños, avisando que tenían camas disponibles. No nos detuvimos a pensar
en nada más que no fuera un lecho.
Nos
inscribimos y pasamos directamente a una pequeña habitación con dos camas, un
ventanuco con una persiana que en sus buenos tiempos debió ser de un color verde brillante, pero que
actualmente era dudoso el colorido que mostraba.
Nos
era igual, al quedarnos solos, curioseamos qué había tras aquella abertura,
levantando un poco la persiana vimos un pequeñísimo huerto con un árbol en el
centro.
La
carretera quedaba en el lado opuesto, por lo que el silencio era absouto.
El cansancio
era tan grande que sin más preámbulos nos dispusimos a dormir, ya teníamos a mano en una pequeña bolsa, lo más
imprescindible. Y tras desearnos unas buenas noches cada cual se tumbó en una
de las camas que indudablemente nos parecieron de lo más placenteras del mundo.
Él se
tumbó en el camastro que estaba debajo mismo de la ventana, y yo me quedé en la
que estaba arrimada en la pared opuesta.
Me
despertó un picor desmesurado en las piernas, pensé que eran manías mías y
traté de retomar el sueño otra vez, pero el escozor y picor era realmente
insoportable. Y me fue imposible volver a dormir por lo que acabé
encendiendo la luz, para saber el motivo de aquel rabioso malestar.
Mi
asombro no tuvo límites cuando vi un reguero de hormigas muy bien formadas, que
destacaban en el color claro de la pared, entraban por la ventana abierta,
pasaban como un desfile militar, no se detenían en el cuerpo de mi marido que
era el más cercano, de allí pasaban de largo, con paso lento pero continuado,
hasta llegar hasta mí cuerpo. Allí se ensañaban, con mis piernas.
Los
dos nos quedamos estupefactos.
Cómo
era posible que teniendo un cuerpo más cercano pasaran de largo hasta pasearse
impunemente por mis piernas, atracándose descaradamente con mi sangre.
Llegando
a la conclusión que tengo una sangre dulce y apetitosa, cosa que me parece ha
heredado más de un hijo. Pues siempre comentan, que si hay posibilidades de una
picadura, de lo que sea, ellos son los primeros en recibirla. Sus parejas dicen
que son el mejor escudo, junto a ellos no necesitan repelentes. Pienso que esto
es una mala herencia.
La noche que en un principio tenía que ser un bálsamo para nuestro cansancio, se convirtió en una pesadilla. Antes de que despuntara el sol, ya estábamos pagando la cuenta y de vuelta a la carretera camino de casa.
Marzo
2018