miércoles, 11 de octubre de 2017

La maleta roja


LA MALETA ROJA.

INTRODUCCION.

Primera parte

Salía a la misma hora. El recorrido era siempre el mismo, no muy lejos del lugar donde había pasado la noche, existía una plazoleta no demasiado grande, con muchas sillas ancladas en el suelo, dispuestas de manera que aunque fueran varias personas, podían estar agrupadas, o si lo preferían buscaban las que sólo habían dos lugares para sentarse, y si tenía la precaución de dejar la bolsa de mano que llevaba, sabía por experiencia que nadie invadiría su intimidad.

A aquellas horas tempranas, se cruzaba con muchas personas que estaban paseando sus mascotas. Los miraba con disimulo, para asegurarse que dejaban limpio el lugar. Aunque existía un sitio vallado para perros, se dio cuenta que la mayoría de las personas no entraban allí, preferían caminar libremente por la plaza.

Miró de reojo su maleta roja que había depositado en el suelo, la tenía muy cerca, con la intención de que si algún desaprensivo quisiera robársela, él, siempre podría intentar evitarlo, al precio que fuera.

Le entraba un sudor frío sólo de imaginar, que le podían sustraer aquel pedazo de su vida. Porque ya había llegado a la conclusión, que aquella maleta roja contenía todas sus pertenencias. No eran gran cosa, pero era lo único que le quedaba.

Una vez tuvo una familia. Ahora sólo tenía aquella maleta donde guardaba celosamente sus cosas. Se la quedó mirando como si su mirada fuera un potente rayo láser que pudiera atravesar  y pudiera ver lo  que tenía allí dentro.

Cada noche lo repasaba antes de dormir. Y después tenía una pequeña cadena, que se aseguraba que le quedara bien cogida a su muñeca, ni demasiado larga ni demasiado corta lo justo para poder moverse con cierta comodidad.

En aquella gran sala,  donde pasaba la noche, nadie se preocupaba de nadie. Sólo estaban pendientes de no perder lo único que poseían.

Aquel era el peor momento del día. Verse en un lugar de acogida para personas que como él, lo habían perdido todo.

Primero fue el trabajo. Luego…no podía decir que a su familia, porque nunca la tuvo. Había estado en contacto  con varias mujeres, pero su relación siempre duró muy poco. De sus padres tenía un vago recuerdo. Peleas, gritos, insultos y finalmente una separación. No se sentía unido a ellos, al contrario el único recuerdo que le dejaron fue sentirse abandonado a su suerte desde muy joven.

Con las mujeres fueron unos contactos carnales que nada tenían que ver ni con una familia, ni con una estimación. Salió de su pueblo natal, con la esperanza de formar algo parecido a un grupo familiar, creía que en cuanto encontrara trabajo, todas las cosas le saldrían redondas, pero no sucedió nada de esto.

De repente se encontró en una gran ciudad completamente desconocida, que no lo acogía con  cariño, al contrario le mostraba su lado más hostil. La gente corría de un lado a otro sin prestar atención a nada que no fueran ellos mismos. El amigo que le sugirió el traslado en busca de un trabajo digno, no le pudo conseguir el  puesto laboral prometido.

Con esta circunstancia no contaban. Tenían plena confianza en que en alguna empresa lo contratarían, pero no era un hombre de grandes estudios, lo más básico era su carta de presentación, y debido a ello, no lo acogieron en aquella fábrica, donde se suponía serviría como jornalero para acarrear arriba y abajo las mercancías. Le aseguraron que si había alguna vacante, se lo haría saber.

Y ahora estaba pagando las consecuencias. El amigo, no resultó serlo, se desentendió amablemente, pero lo dejó en la estacada, aduciendo que las cosas en pocos meses habían cambiado considerablemente, los trabajos escaseaban, y no podía ofrecerle ni una triste habitación para dormir, que era lo que él, cándidamente había supuesto que sucedería.

Ambos se conocían de tiempo atrás, porque coincidieron en la recolecta de uva, en una plantación. Allí hablaron de esa gran ciudad, donde esperaban aposentarse y vivir cómodamente.

Volvió a mirar su maleta roja. Allí estaban todas sus posesiones. Llevaba encima la documentación, y en la maleta con ruedas, la escasa ropa que tenía.

Ciertamente en aquellos momentos se sentía hundido. Sólo atinaba a sentarse en aquella plaza, que al principio del día estaba completamente vacía. Meses atrás se sentaba en una de las sillas, y se alzaba el cuello del anorak, porque hacía frío,  ahora al cabo de dos meses, el clima había cambiado bastante, por las mañanas aún se dejaba sentir una temperatura baja, pero en cuanto el sol empezaba a bañar los edificios, se iba caldeando. Como no tenía nada mejor que hacer, se dedicaba a observar las sombras de los árboles que se reflejaban alargadas, y que a medida que pasaban las horas, los tonos oscuros iban variando de forma y de tamaño. No le hacía falta mirar el reloj para saber la hora. Aunque hubiera querido, no lo hubiera podido hacer, ya que fue de lo primero que se desprendió. Con el escaso dinero que le dieron por él, pudo desayunar unos días, sin tener que recurrir al que llevaba bien escondido. Era poca cosa, pero lo suficiente para no perder por completo la dignidad.

Un día siguió a un hombre, que como él, parecía andar solo por aquella enmarañada urbe, llevaba consigo una bicicleta, a la que había añadido un carrito de cuatro ruedas, adornándolo con una banderita de tela azul, que ondeaba inquieta al viento  mientras él, pedaleaba. Le indicó que cerca de la plaza había unos comedores para gente sin techo, donde les daban algo caliente para desayunar, y luego pasadas unas horas, les ofrecían una comida. Y los que se prestaban a ello, tenían durante un cierto tiempo un lugar para dormir.

Aunque se sentía incómodo, tuvo que aceptarlo. Después de pasar  dos noches a la intemperie  que  lo dejó completamente hundido, decidió aceptar el lugar para dormir.

Se sentía completamente defraudado, lo que estaba viviendo no tenía nada que ver con lo que esperaba que sucediera. Maldijo el momento en que depositó su confianza en el amigo, que le había ofrecido un plan de vida más o menos digno.

Debido a esta gran decepción, ahora se había encerrado en sí mismo, y dejaba que las horas pasaran lánguidamente. Ni tan sólo se dedicaba a mirar a los transeúntes que circulaban por la plaza, todos le parecían tan deshonestos como lo había sido su mal etiquetado amigo.

La única solución que le quedaba era volver a sus orígenes. Pero no tenía el valor de volver y enfrentarse a quienes lo conocían. Imaginaba que todos le mirarían con sorna.

Se dio cuenta que nunca había gozado de grandes amistades. Quizás éste fuera uno de los motivos por los que en su momento huyó de su pequeño pueblo, alardeando que iba en busca de una mejor vida, y sobre todo daba por seguro que se ganaría bien el sustento.  Por lo menos eso fue lo que ocurrió en el campo  de vides donde trabajó de sol a sol durante unos meses. Gracias a esto no estaba en la completa miseria, pero no tenía suficiente, para poder pagarse una pensión, por humilde que fuera. El dinero lo llevaba encima y muy escondido, por el miedo a que le robaran, incluso cuando iba a pernoctar, lo llevaba dentro de la ropa interior.

Se decía a sí mismo que eso no era vida. Pero no sabía cómo salirse del hoyo que él mismo había cavado.

Nunca tenía que haber salido de su pequeño pueblo natal, pero entonces le parecía de lo más aburrido, y la perspectiva de ir como bracero a la recolección de uvas en el país vecino, aunque desconociera su lengua le parecía atractivo.  De esta manera deló pasar unos años de su juventud.

Ahora sentado en la silla de la plaza de la gran ciudad repasaba minuciosamente lo que habían sido los últimos meses de  su vida. Se dejó engatusar por su amigo – ahora comprendía que no merecía este nombre – pues un amigo aunque su vida también fuera precaria, no te deja abandonado a tu suerte. Hubiera dormido en el suelo, pero bajo un techo, sin necesidad de acudir a los servicios sociales. El, también tenía su dignidad, y verse en aquel lugar, donde todos estaban igual o peor que él  mismo, le produjo una sensación de amargura que no sabía cómo describir.

Ya no tenía remedio, lo hecho, hecho estaba. No había marcha atrás.

Suspiró mientras veía pasar por delante a un perro, probablemente sin dueño, iba husmeando en busca de comida. Lo vio cómo se paraba ante la fuente, tuvo muy claro que quería beber agua, pero no tenía la posibilidad de abrir el grifo. Sintió pena por el animal. Se levantó y empujó hacia dentro el émbolo metálico,  hasta conseguir que manara agua. El animal bebió ansioso.  Luego  le miró agradecido.

Si hubiera tenido algo de comida, no hubiera dudado en dársela. Recordó cuando era niño, que allí donde vivía, a los perros no se les trataba con tanta consideración como en la gran ciudad, allí dormían en el granero, si tenían suerte de que lo hubiera, o bien acurrucados el lado de la puerta de entrada de la casa, soportando las inclemencias del tiempo, sin que a nadie eso le importara.

El perro le siguió hasta su silla, sin duda esperando algo de comida.

Lo miró detenidamente, no sabría decir de qué raza era. No estaba demasiado sucio, por lo que supuso era recién abandonado. De pronto comprendió que a él, le sucedía casi lo mismo. Buscaba desesperadamente además de comida, un poco de atención, de afecto, cosa que parecía impensable en aquella mole de asfalto y coches que ensordecían al pasar rápidos por las calles. Eso era una gran ciudad. Coches y asfalto, semáforos y gente que circulaban como manadas, en cuanto cambiaba a verde la luz.

Y de repente pareció que se hizo la luz en su cerebro.

Volvería al lugar del que nunca tenía que haber salido. En cuanto hubiera comido su plato caliente del día, emprendería el retorno. Ciertamente con el rabo entre las patas, como aquel pobre perro, que en cuanto se levantó, no se le ocurrió nada mejor que seguirle.

Calculó el dinero que  le quedaba, pensando si tendría suficiente para pagar el viaje de retorno, y que le quedara algo para afrontar lo más necesario.

Al llegar a la estación lo hizo acompañado  del perro. Él ya lo había previsto, por lo que de su comida separó un poco de pan, con el que rebañó el plato. Se lo dio, y el can se arrimó a él, buscando con su cabeza una caricia. Llegó a la estación y preguntó el precio del billete, y le dijeron, que tenía que pagar un plus por el animal.

Miró el dinero que había separado y tenía en su mano, con pena se dio cuenta que no alcanzaba para pagar los dos billetes,  le faltaba algo para alcanzar el importe. Era muy poca cosa. Y en aquellos momentos no podía hurgar dentro de su ropa interior para buscar lo poco que le faltaba.

El hombre que estaba tras él, fue quien consciente más o menos de la situación. Le dio lo poco que necesitaba,  aduciendo que el tren estaba a punto de llegar, y no podía perder más tiempo.

Le dio las gracias. Sintió un alivio enorme al comprobar que aún quedaban personas buenas. Descubrirlo fue realmente fascinante. El mundo le pareció mucho mejor que antes.

Cuando se fue de su pequeño pueblo, iba solo con su maleta roja, ahora emprendía el camino de regreso,  con su maleta y un perro.

Se autosugestionó  que no volvía derrotado. Tampoco volvía rico, como había presumido tiempo atrás. Simplemente volvía a sus orígenes.

Continúa

5 comentarios:

  1. Descorazonador para quien ponga ilusión en emigrar, en pensar que el mundo es de todos, que el origen es mero accidente. Triste que el más solidario sea un perro.
    Espero la continuación, está muy impactante...

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  2. Es una historia mitad inventada y mitad real. Ya sabes la imaginación al poder. Me ha salido más larga de lo que hubiera querido, pero confío que por lo menos sirva de distracción al lector/a. Gracias por leer y comentar. Un beso.

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  3. Pues espero la continuación. Cuántas historias tienen que ver con la emigración. Una reflexión sobre ella y el azar es tema de la ultima novela de Paul Auster: 4321. Un poco larga y a veces complicada de seguir el hilo, pero muy interesante. Le ha llevado 4 años

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  4. Quizás te lleves una decepción, ya verás que mi relato no es tan profundo. Más bien me adentro en la soledad de las personas. Pero lo pasé bien mientras lo escribía, y eso también cuenta.

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