LA
MALETA ROJA.
INTRODUCCION.
Primera parte
Salía a la misma hora. El
recorrido era siempre el mismo, no muy lejos del lugar donde había pasado la
noche, existía una plazoleta no demasiado grande, con muchas sillas ancladas en
el suelo, dispuestas de manera que aunque fueran varias personas, podían estar
agrupadas, o si lo preferían buscaban las que sólo habían dos lugares para
sentarse, y si tenía la precaución de dejar la bolsa de mano que llevaba, sabía
por experiencia que nadie invadiría su intimidad.
A aquellas horas tempranas, se
cruzaba con muchas personas que estaban paseando sus mascotas. Los miraba con
disimulo, para asegurarse que dejaban limpio el lugar. Aunque existía un sitio
vallado para perros, se dio cuenta que la mayoría de las personas no entraban
allí, preferían caminar libremente por la plaza.
Miró de reojo su maleta roja
que había depositado en el suelo, la tenía muy cerca, con la intención de que
si algún desaprensivo quisiera robársela, él, siempre podría intentar evitarlo,
al precio que fuera.
Le entraba un sudor frío sólo
de imaginar, que le podían sustraer aquel pedazo de su vida. Porque ya había
llegado a la conclusión, que aquella maleta roja contenía todas sus
pertenencias. No eran gran cosa, pero era lo único que le quedaba.
Una vez tuvo una familia.
Ahora sólo tenía aquella maleta donde guardaba celosamente sus cosas. Se la
quedó mirando como si su mirada fuera un potente rayo láser que pudiera
atravesar y pudiera ver lo que tenía allí dentro.
Cada noche lo repasaba antes
de dormir. Y después tenía una pequeña cadena, que se aseguraba que le quedara
bien cogida a su muñeca, ni demasiado larga ni demasiado corta lo justo para
poder moverse con cierta comodidad.
En aquella gran sala, donde pasaba la noche, nadie se preocupaba de
nadie. Sólo estaban pendientes de no perder lo único que poseían.
Aquel era el peor momento del
día. Verse en un lugar de acogida para personas que como él, lo habían perdido
todo.
Primero fue el trabajo.
Luego…no podía decir que a su familia, porque nunca la tuvo. Había estado en
contacto con varias mujeres, pero su
relación siempre duró muy poco. De sus padres tenía un vago recuerdo. Peleas,
gritos, insultos y finalmente una separación. No se sentía unido a ellos, al
contrario el único recuerdo que le dejaron fue sentirse abandonado a su suerte
desde muy joven.
Con las mujeres fueron unos
contactos carnales que nada tenían que ver ni con una familia, ni con una
estimación. Salió de su pueblo natal, con la esperanza de formar algo parecido
a un grupo familiar, creía que en cuanto encontrara trabajo, todas las cosas le
saldrían redondas, pero no sucedió nada de esto.
De repente se encontró en una
gran ciudad completamente desconocida, que no lo acogía con cariño, al contrario le mostraba su lado más hostil.
La gente corría de un lado a otro sin prestar atención a nada que no fueran
ellos mismos. El amigo que le sugirió el traslado en busca de un trabajo digno,
no le pudo conseguir el puesto laboral
prometido.
Con esta circunstancia no
contaban. Tenían plena confianza en que en alguna empresa lo contratarían, pero
no era un hombre de grandes estudios, lo más básico era su carta de
presentación, y debido a ello, no lo acogieron en aquella fábrica, donde se
suponía serviría como jornalero para acarrear arriba y abajo las mercancías. Le
aseguraron que si había alguna vacante, se lo haría saber.
Y ahora estaba pagando las
consecuencias. El amigo, no resultó serlo, se desentendió amablemente, pero lo
dejó en la estacada, aduciendo que las cosas en pocos meses habían cambiado
considerablemente, los trabajos escaseaban, y no podía ofrecerle ni una triste
habitación para dormir, que era lo que él, cándidamente había supuesto que
sucedería.
Ambos se conocían de tiempo
atrás, porque coincidieron en la recolecta de uva, en una plantación. Allí
hablaron de esa gran ciudad, donde esperaban aposentarse y vivir cómodamente.
Volvió a mirar su maleta roja.
Allí estaban todas sus posesiones. Llevaba encima la documentación, y en la
maleta con ruedas, la escasa ropa que tenía.
Ciertamente en aquellos
momentos se sentía hundido. Sólo atinaba a sentarse en aquella plaza, que al
principio del día estaba completamente vacía. Meses atrás se sentaba en una de
las sillas, y se alzaba el cuello del anorak, porque hacía frío, ahora al cabo de dos meses, el clima había
cambiado bastante, por las mañanas aún se dejaba sentir una temperatura baja,
pero en cuanto el sol empezaba a bañar los edificios, se iba caldeando. Como no
tenía nada mejor que hacer, se dedicaba a observar las sombras de los árboles
que se reflejaban alargadas, y que a medida que pasaban las horas, los tonos
oscuros iban variando de forma y de tamaño. No le hacía falta mirar el reloj
para saber la hora. Aunque hubiera querido, no lo hubiera podido hacer, ya que
fue de lo primero que se desprendió. Con el escaso dinero que le dieron por él,
pudo desayunar unos días, sin tener que recurrir al que llevaba bien escondido.
Era poca cosa, pero lo suficiente para no perder por completo la dignidad.
Un día siguió a un hombre, que
como él, parecía andar solo por aquella enmarañada urbe, llevaba consigo una
bicicleta, a la que había añadido un carrito de cuatro ruedas, adornándolo con
una banderita de tela azul, que ondeaba inquieta al viento mientras él, pedaleaba. Le indicó que cerca
de la plaza había unos comedores para gente sin techo, donde les daban algo
caliente para desayunar, y luego pasadas unas horas, les ofrecían una comida. Y
los que se prestaban a ello, tenían durante un cierto tiempo un lugar para
dormir.
Aunque se sentía incómodo,
tuvo que aceptarlo. Después de pasar dos
noches a la intemperie que lo dejó completamente hundido, decidió
aceptar el lugar para dormir.
Se sentía completamente
defraudado, lo que estaba viviendo no tenía nada que ver con lo que esperaba
que sucediera. Maldijo el momento en que depositó su confianza en el amigo, que
le había ofrecido un plan de vida más o menos digno.
Debido a esta gran decepción,
ahora se había encerrado en sí mismo, y dejaba que las horas pasaran
lánguidamente. Ni tan sólo se dedicaba a mirar a los transeúntes que circulaban
por la plaza, todos le parecían tan deshonestos como lo había sido su mal
etiquetado amigo.
La única solución que le
quedaba era volver a sus orígenes. Pero no tenía el valor de volver y enfrentarse
a quienes lo conocían. Imaginaba que todos le mirarían con sorna.
Se dio cuenta que nunca había
gozado de grandes amistades. Quizás éste fuera uno de los motivos por los que
en su momento huyó de su pequeño pueblo, alardeando que iba en busca de una mejor
vida, y sobre todo daba por seguro que se ganaría bien el sustento. Por lo menos eso fue lo que ocurrió en el
campo de vides donde trabajó de sol a
sol durante unos meses. Gracias a esto no estaba en la completa miseria, pero
no tenía suficiente, para poder pagarse una pensión, por humilde que fuera. El
dinero lo llevaba encima y muy escondido, por el miedo a que le robaran,
incluso cuando iba a pernoctar, lo llevaba dentro de la ropa interior.
Se decía a sí mismo que eso no
era vida. Pero no sabía cómo salirse del hoyo que él mismo había cavado.
Nunca tenía que haber salido
de su pequeño pueblo natal, pero entonces le parecía de lo más aburrido, y la
perspectiva de ir como bracero a la recolección de uvas en el país vecino,
aunque desconociera su lengua le parecía atractivo. De esta manera deló pasar unos años de su
juventud.
Ahora sentado en la silla de
la plaza de la gran ciudad repasaba minuciosamente lo que habían sido los
últimos meses de su vida. Se dejó
engatusar por su amigo – ahora comprendía que no merecía este nombre – pues un
amigo aunque su vida también fuera precaria, no te deja abandonado a tu suerte.
Hubiera dormido en el suelo, pero bajo un techo, sin necesidad de acudir a los
servicios sociales. El, también tenía su dignidad, y verse en aquel lugar,
donde todos estaban igual o peor que él
mismo, le produjo una sensación de amargura que no sabía cómo describir.
Ya no tenía remedio, lo hecho,
hecho estaba. No había marcha atrás.
Suspiró mientras veía pasar
por delante a un perro, probablemente sin dueño, iba husmeando en busca de
comida. Lo vio cómo se paraba ante la fuente, tuvo muy claro que quería beber
agua, pero no tenía la posibilidad de abrir el grifo. Sintió pena por el
animal. Se levantó y empujó hacia dentro el émbolo metálico, hasta conseguir que manara agua. El animal
bebió ansioso. Luego le miró agradecido.
Si hubiera tenido algo de
comida, no hubiera dudado en dársela. Recordó cuando era niño, que allí donde
vivía, a los perros no se les trataba con tanta consideración como en la gran
ciudad, allí dormían en el granero, si tenían suerte de que lo hubiera, o bien
acurrucados el lado de la puerta de entrada de la casa, soportando las
inclemencias del tiempo, sin que a nadie eso le importara.
El perro le siguió hasta su
silla, sin duda esperando algo de comida.
Lo miró detenidamente, no
sabría decir de qué raza era. No estaba demasiado sucio, por lo que supuso era
recién abandonado. De pronto comprendió que a él, le sucedía casi lo mismo.
Buscaba desesperadamente además de comida, un poco de atención, de afecto, cosa
que parecía impensable en aquella mole de asfalto y coches que ensordecían al
pasar rápidos por las calles. Eso era una gran ciudad. Coches y asfalto,
semáforos y gente que circulaban como manadas, en cuanto cambiaba a verde la
luz.
Y de repente pareció que se
hizo la luz en su cerebro.
Volvería al lugar del que
nunca tenía que haber salido. En cuanto hubiera comido su plato caliente del
día, emprendería el retorno. Ciertamente con el rabo entre las patas, como
aquel pobre perro, que en cuanto se levantó, no se le ocurrió nada mejor que
seguirle.
Calculó el dinero que le quedaba, pensando si tendría suficiente
para pagar el viaje de retorno, y que le quedara algo para afrontar lo más
necesario.
Al llegar a la estación lo
hizo acompañado del perro. Él ya lo
había previsto, por lo que de su comida separó un poco de pan, con el que
rebañó el plato. Se lo dio, y el can se arrimó a él, buscando con su cabeza una
caricia. Llegó a la estación y preguntó el precio del billete, y le dijeron,
que tenía que pagar un plus por el animal.
Miró el dinero que había
separado y tenía en su mano, con pena se dio cuenta que no alcanzaba para pagar
los dos billetes, le faltaba algo para
alcanzar el importe. Era muy poca cosa. Y en aquellos momentos no podía hurgar
dentro de su ropa interior para buscar lo poco que le faltaba.
El hombre que estaba tras él,
fue quien consciente más o menos de la situación. Le dio lo poco que
necesitaba, aduciendo que el tren estaba
a punto de llegar, y no podía perder más tiempo.
Le dio las gracias. Sintió un
alivio enorme al comprobar que aún quedaban personas buenas. Descubrirlo fue
realmente fascinante. El mundo le pareció mucho mejor que antes.
Cuando se fue de su pequeño
pueblo, iba solo con su maleta roja, ahora emprendía el camino de regreso, con su maleta y un perro.
Se autosugestionó que no volvía derrotado. Tampoco volvía rico,
como había presumido tiempo atrás. Simplemente volvía a sus orígenes.
Continúa
Descorazonador para quien ponga ilusión en emigrar, en pensar que el mundo es de todos, que el origen es mero accidente. Triste que el más solidario sea un perro.
ResponderEliminarEspero la continuación, está muy impactante...
Es una historia mitad inventada y mitad real. Ya sabes la imaginación al poder. Me ha salido más larga de lo que hubiera querido, pero confío que por lo menos sirva de distracción al lector/a. Gracias por leer y comentar. Un beso.
ResponderEliminarPues espero la continuación. Cuántas historias tienen que ver con la emigración. Una reflexión sobre ella y el azar es tema de la ultima novela de Paul Auster: 4321. Un poco larga y a veces complicada de seguir el hilo, pero muy interesante. Le ha llevado 4 años
ResponderEliminarQuizás te lleves una decepción, ya verás que mi relato no es tan profundo. Más bien me adentro en la soledad de las personas. Pero lo pasé bien mientras lo escribía, y eso también cuenta.
ResponderEliminarY tanto. Mucho. Es lo más importante
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